Leopoldo Ceballos
del Castillo

Leopoldo Ceballos López

La culpa es de la ensalada - Encuentro fugaz

La primera vez que la vio fue durante una excursión familiar. Su hermana y sus sobrinos habían venido a la ciudad por vacaciones y él les acompañó durante toda la semana, enseñándoles los lugares con más encanto y los museos más populares. Lo hacía con gusto ya que él mismo desconocía la ciudad que le acogía desde hacía un par de años; el trabajo no le dejaba tiempo para descubrir los secretos rincones y los placeres que podía ofrecerle una urbe tan importante y cosmopolita.
Fue en uno de esos museos donde la vio por primera vez.  No había sentido una atracción así desde los diecisiete años cuando besó los labios de Amanda, aquella que dio nombre a su primer amor. La recordaba en sus voluptuosos quince años, aunque la había visto posteriormente. Fantaseó  nostálgicamente con su aliento, la textura de sus labios y... Su ensoñación terminó bruscamente al sentir cómo las mangas de su camisa eran estiradas hasta casi desgarrase y se dejó llevar por la fuerza de su sobrina, cansada de ver arte que no entendía ni quería entender.
Había pasado una semana, era jueves de nuevo y pensó en acercarse al museo, quizás, con suerte, ella estaría allí. Se sentó en una terraza frente al mismo y esperó a verla pasar; casi dos horas después, frustrado, abandonó y se retiró a su piso. Pero el destino a veces juega con el tiempo y, tres meses después, cuando sus pasos le llevaron de nuevo al museo, allí la encontró. Era tan bella como la recordaba. El museo estaba atestado de gente por la presentación de una famosa colección, pero él la reconoció al instante entre la multitud y, aprovechando la segunda oportunidad que le brindaba el universo, se decidió a abordarla. Al acercarse, por un instante, sus ojos se cruzaron y notó como su corazón se aceleraba; durante ese momento la sala quedó en silencio y parecieron estar solos, flotando en un mar de inmóviles rostros. Cuando volvió a la realidad y el bullicio colapsó sus sentidos, se acercó a ella y le susurró al oído. –Mañana aquí a la misma hora. Y se alejó con un grupo de japoneses.
Al día siguiente estaba nervioso y enfadado consigo mismo. ¿Por qué no la invitó en ese momento a un café? ¿Y si no aparecía? ¿Y si tenía planes para el día de hoy? En ese estado se dirigió al museo y entró en la sala. Al verla notó su propio nerviosismo agitándose en el estómago y una gran sonrisa invadió su rostro. La estancia estaba vacía a excepción de una pareja de ancianos que se dirigían lentamente hacia la salida.
Ella estaba sentada, como la primera vez que la vio y él se sentó a su lado. – Me encanta que hayas venido. Le susurró al oído mientras cogía su mano.
Ella mantenía la mirada apartada pero no retiró la mano, en cambio mostraba su cuello en el que se podía apreciar el relieve de una vena.
Él, como embrujado por su esencia, rozó la nariz contra el lóbulo de su oreja y lo empujó suavemente mientras rozaba con el labio superior la piel por debajo del nacimiento del pelo. Al no notar resistencia alguna comenzó a mordisquear el lóbulo de su oreja y lamió su interior; mientras, con su mano izquierda, agarró con suavidad su mandíbula, rozando sus labios con su dedo índice.
Deslizó sus labios poco a poco hacia el hombro, besando y saboreando con su lengua cada uno de los rincones de su piel, la temperatura del cuello aumentó con sus caricias y él lo sintió con sus labios. Con su mano izquierda acarició suavemente su nuca, notando cada mechón de sus rizados cabellos y poco a poco,  bajó por la espalda, siguiendo el surco de su columna con las yemas de los dedos. Súbitamente lamió su hombro, intensamente, dirigiendo la lengua hacia la base de la oreja y exhalando su excitado aliento en el interior de la misma.
Tras unos instantes estimulando el cuello, su lengua se dirigió hacia sus labios y los lamió ávidamente, bajando suavemente y rozando con los dientes su barbilla. Una pasión descontrolada le arañó el pecho y bajó su mano derecha hasta sus pechos. Por suerte no había sujetador que frenara su pasión y alcanzó el pezón. Lo presionó entre sus dedos índices y corazón mientras apretaba su pecho con la mano, notando su firmeza. Cuando sus dedos fueron saciados deslizó su mano derecha hasta alcanzar el cuello, aún húmedo por sus besos, y lo sujetó firmemente, usando el pulgar para empujar la mandíbula hacia arriba. Sus labios, mientras tanto,  bajaron rozando su piel hasta su pecho derecho y lo rodearon haciendo una espiral hacia el centro, donde se ensañaron con su marcada aureola; la presionó con la lengua y rozó el pezón con los dientes. Estaba duro; lo apretó contra la parte trasera de su lengua y la deslizó, hasta que la punta de ésta pudo jugar libremente con él.
Notando la excitación de su cuerpo, desabrochó con agilidad el cinturón que oprimía su cintura y seguidamente el botón de su pantalón, liberando así la presión que su pasión provocaba. Sujetó su mano y la intentó introducir por el hueco que había abierto en su pantalón pero ella se resistió. El fuego que sentía en ese momento hizo que se enfureciera por la reacción y la intentó forzar de nuevo, pero ella se resistió con intensidad, coincidiendo con la entrada de un guarda del museo en la sala. Perplejo ante la escena alertó con un grito de ayuda al resto del personal. En menos de un minuto, el hombre era sujetado por ambos brazos y alejado de la estatua de mármol blanco que decoraba el centro de la sala.

Portada de la publicación Tánger, Tánger

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