Leopoldo Ceballos
del Castillo

Leopoldo Ceballos López

La culpa es de la ensalada - Café y miradas

Eligió  una mesa cerca de la puerta, para disfrutar del frescor que entraba por ella, y pidió un cappuccino sin azúcar. El café de ese lugar era particularmente sabroso y con el punto preciso de amargor, un poco de azúcar habría roto el perfecto equilibrio que formaba el café, la leche y el chocolate espolvoreado. Se quitó la chaqueta, dejó el teléfono sobre la mesa y se sentó ligeramente recostado.
Allí estaban los de siempre, el hombre del mono azul disfrutando de su periódico, las dos chicas del banco y otros tantos a los que conocía de vista. Mientras escudriñaba el horizonte se percató de una figura desconocida, era una mujer de unos treintaicinco años, con el pelo recogido y no muy arreglada. Se sentaba frente a él y leía un libro grueso, seguramente una novela. La mujer pasó la página y levantó la cabeza, haciendo coincidir su mirada con la de él.
-¡Qué divertido! Pensó. Le encantaba jugar al juego de las miradas y esta desconocida era un contrincante interesante. Se irguió y se sentó correctamente, ladeando la cabeza de una forma casi imperceptible y sin dejar de mirarla.
Aquel desconocido la estaba mirando atentamente. ¿La conocería de algo? ¿Llevaba tiempo mirándola? Había estado demasiado tiempo concentrada en la lectura y la había pillado por sorpresa. Parpadeó un par de veces sin dejar de mirarle y ladeó también la cabeza mientras entornaba los ojos, aparentando intentar recordar su nombre.
Parece creer que nos conocemos. Intuyó al ver el movimiento de su cara. Pero tan solo quería mirarla, de forma que apoyó el codo en la mesa y reposó la cara sobre su puño, haciendo su mirada estable y directa, sin titubeos.
- Sin duda no me conoce, sólo me está mirando, comprendió. ¡Qué interesante! Se dijo a si misma sin mover los labios. Cerró el libro sin apartar la mirada de sus ojos y se irguió en la silla, levantando un poco la barbilla en señal de superioridad y aceptación del reto. Le parecía un hombre atractivo y elegante. Era una pena que se hubiera quitado la chaqueta, ya que siempre le habían fascinado los hombres con traje. Su mirada era intensa, directa, cualquier otro habría vacilado ya, pero él no lo hacía. Mientras le observaba la camarera se acercó para servirle una taza de café, obligándole a desviar su mirada por un pequeño, muy pequeño instante. ¡Había ganado! Él la volvió a mirar, abriendo los ojos y visiblemente derrotado, con una mueca de pena infantil en su boca.
Tras el despiste del café ella le había empezado a sonreír, y algo cambió; Era distinto, le gustaba. Se enderezó de nuevo y sujetó la taza de café. Sin apartar la vista de sus ojos, la elevó para brindar por la victoria de su contrincante y bebió inclinando la cabeza hacia atrás para poder mirarla sin que la taza tapara sus ojos.
Le había derrotado y él había celebrado su triunfo. Por ello le mostró su mejor sonrisa, la que no enseñaba a cualquiera, y al ser ésta correspondida, decidió mantenerla durante unos instantes.
Habían pasado unos segundos y ella no paraba de sonreír, cambiando de forma los labios cada cierto tiempo, forjando muecas dentro de su sonrisa, sin alterarla, pero mostrándole todas sus facetas. Divertida, sensual, interesante e incluso juguetona. Él sintió como varios escalofríos comenzaban a recorrer su cuerpo y se concentraban en su pecho, revolviéndose y charlando de lo que habían encontrado en su viaje por las extremidades. La tensión se centró en sus pulmones forzándole a inspirar con fuerza.
Su inspiración había precedido a la suya. ¿Acaso él estaba sintiendo lo mismo? En su pecho y en su estómago notaba pequeñas descargas, despertando partes de su cuerpo que solían estar dormidas. ¿Era de verdad? Notaba que había algo, algo distinto al resto de los hombres. En esos pocos instantes le había hecho sentir más que otros en varios meses. ¿Sería verdad? ¿Por qué no se levantaba y le decía algo? Los pensamientos hicieron que su sonrisa desapareciera. Situó las manos sobre la mesa, con las palmas reposadas sobre ella y haciendo coincidir los índices. Ahora le miraba con seriedad y duda.
Su mirada se había vuelto fría y la tensión de su pecho se había relajado, de forma que también se relajó él. Apoyó sus brazos sobre los codos y posó una mano sobre otra, dejando un espacio firme para apoyar la cabeza, pero no lo usó. Dejó las manos en esa posición y la miró con dulzura y seguridad, sonriendo calmadamente, sólo con la comisura de los labios.
Las descargas habían bajado su intensidad, pero en su cuerpo aún notaba su eco, resonando por cada rincón. Su sonrisa era ahora plácida y comenzó a sentir seguridad, notando como sus propios labios comenzaban de nuevo a formar muecas dentro de su expresión, como si quisieran modificarla.
Se podían ver pequeños movimientos en sus labios, que parecían hablar de confianza, serenidad y quizás de algo más. Inhaló aire con fuerza, notando cómo se llenaban sus pulmones y sintiendo como se hinchaba su pecho.
Esa inspiración había derrumbado sus barreras, aquellas que había tardado tanto en construir. Un extraño en una cafetería, sin decirle nada, sin una palabra. Obedeció de nuevo a sus labios y sonrió con un escalofrío que irradió cada punto de su cuerpo, abriendo su alma de par en par a aquel desconocido. Fiándose de sus instintos, de sus ojos, de sus…
El teléfono comenzó a sonar y desvió rápidamente la mirada para ver su nombre en la pantalla. -¡Ahora! ¿Tiene que ser ahora? Pensó enfadado. Silenció el teléfono con un movimiento y dio la vuelta al artilugio para evitar ver la pantalla. Levantó los ojos y continuó mirándola, sonriendo como lo hiciera antes de la llamada.
¡Había algo en el teléfono! Por un momento había visto ira en su mirada al ver en la pantalla el nombre. Dejó de sonreír y giró de nuevo la cabeza mientras fruncía el ceño y mordía sutilmente su labio inferior, con nerviosismo. Pero el rostro de él mantenía su sonrisa, como queriendo volver a la situación inicial.
-¿Se habrá dado cuenta? Pensó al verla fruncir el ceño. Su nueva forma de observarle así lo atestiguaba e intentó disculparse con la mirada.
Sus cejas se movían sutilmente y en sus labios se descubría la tensión. Había pasado algo que había roto la magia y él quería ocultarlo. Pero ¿Qué era? El momento era demasiado perfecto como para dejar que se desvaneciera por un malentendido. Dejó de morderse el labio interior e inclinó su cabeza a la vez que sonreía de nuevo, esta vez sólo con la comisura derecha.
Sin duda se había percatado de que era ella quien le llamaba. ¿Cómo podía arreglarlo? Sonrió confuso e instintivamente frunció el ceño, tristemente, mientras levantaba suavemente los hombros. Comenzó a sonreír de nuevo, su cuerpo se había puesto tenso y estaba incómodo sobre la silla, pero continuó sonriendo.
No lo podía creer. ¡Había otra! Notaba la tensión en su cuerpo y la falsedad de su sonrisa. Le miró con desprecio y expiró por la nariz la poca algarabía que quedaba en su cuerpo. Su boca se cerró con un ademán desagradable y notó como se formaba un nudo en su garganta. Como siempre, como todos los hombres; había abierto su corazón demasiado pronto y en esos pocos minutos se lo habían roto de nuevo. Sacudió la cabeza, castigándose por su estupidez. Sus labios apretados no permitían ver la decepción en su lengua, que oprimía sus dientes en un intento de gritar lo inepta que se sentía y la humillación que habían supuesto esos instantes. Bajó su mirada y se dispuso a continuar su lectura con un sabor amargo en sus labios.
-¡No! ¡Por favor! Su mirada fue fulminante. ¿No había forma de solucionarlo? La observó como perdido, suplicante, pero era demasiado tarde. Había vuelto a su lectura y había cambiado se posición para no verle al pasar las páginas. Pensó en levantarse, disculparse, pero no se atrevió. Ese día no había apurado el sabroso café. Se levantó, lo abonó y se alejó para siempre de aquel lugar.

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