Leopoldo Ceballos
del Castillo

Leopoldo Ceballos López

La culpa es de la ensalada - Caronte

Otra vez, otro más. Sintió de nuevo la sensación y se dejó guiar hasta la fuente. En su mundo no existía la distancia ni el tiempo, sólo una continua sucesión de eventos; pequeños y horribles pedazos de presente. La sensación le llevaba a una sala pequeña y blanca, era otra habitación de hospital, otra de tantas. Allí encontró rutinarios llantos, gemidos que no podía ni deseaba escuchar y al moribundo. Éste estaba inmóvil, aunque no siempre era así. Se situó a los pies de la cama y esperó.
La esencia comenzó a brotar, primero de las extremidades, lentamente, y después del tronco. La última desunión se producía en la cabeza y entonces se expandía por la habitación, atravesando las paredes, el techo y el suelo. Confusa, curiosa, extraviada, libre al fin. En pocos instantes se condensaba en un núcleo de luz con finos haces que se unían a las personas de la habitación y otros que atravesaban los límites de la misma buscando las almas queridas y distantes. Los haces se hacían cada vez más finos hasta que comenzaban a desaparecer, dejando al fin un deforme cúmulo de  intenciones y deseos. Como una pequeña galaxia de recuerdos y experiencias que flotaban en torno a un centro que los atraía.
En ese momento y sólo en ese instante el ser era receptivo y vulnerable. Su labor era señalarle su destino final y evitar que nuevos haces alcanzaran a las almas queridas, si esto ocurriera su esencia se disiparía. Lo había visto demasiadas veces, y sabía que no era lo correcto.
Una gran luz se abrió para albergar la nueva esencia. Sintió su miedo y su curiosidad, pero especialmente su nostalgia y su tristeza. Se concentró entonces y transmitió ánimo, esperanza y voluntad al difunto, que se fusionó rápidamente con la luz y desapareció con ella.
Había perdido la cuenta de las almas, había tantas y todas tan distintas e iguales al mismo tiempo. ¿Qué habría en la luz? ¿Por qué no había luz para él? ¿Qué o quién era? Las preguntas se agolpaban en su espíritu y lo entristecían.
Otra vez, otro más. Esta vez el moribundo estaba solo, sentado con la espalda apoyada en una pared. La esencia era débil, apenas dos haces salieron de la estancia y se apagaron rápidamente. El cúmulo apenas brillaba y no sintió el tradicional miedo, en cambio sintió felicidad y sosiego. La luz se abrió, pero no tuvo que hacerle indicación alguna para que se fusionara con ella.
Se sentía hastiado. ¿Por qué tenía que ayudarles? ¿Por qué necesitaba ayudarles? No entendía su función, pero la realizaba; con duda, pero sin rebelión. Se sentía triste y agotado. Sabía que era tristeza porque de alguna forma recordaba la felicidad, y lo que sentía, sin duda, no era felicidad.
Otra vez, otro más. La habitación volvía a ser pequeña y blanca, pero decorada con cuadros y flores. Esta vez había mucha gente alrededor del moribundo, pero había algo más. Recordaba… Esa gente… Ya había estado allí. Nunca le había pasado algo parecido, pero ciertamente recordaba la habitación y los rostros de los allegados. Mientras esperaba que saliera la esencia se fijó en el moribundo. Estaba inmóvil y parecía más viejo y demacrado. ¿Más viejo y demacrado? ¿Más? Estaba confuso, sabía que era más viejo y demacrado. ¿Quién era? ¿Por qué le conocía? Miró su entorno y se fijó en una señora que estaba sentada junto a la cama. Tenía la cara serena y en paz. Ma.. ¿Mamá? Un haz de luz salió desde su propia esencia hacia la señora y se fusionó con ella. Sintió su dolor, el vacío que había dejado en su corazón, la larga espera a que despertara de su sueño, la desesperación, la frustración y finalmente la rendición y la dura decisión.
Miró al moribundo de nuevo, se recordaba. Su pelo era ahora más corto y su cara era más vieja. ¿Cuánto tiempo? Reconoció entre los presentes a una mujer. Era su hermana. Inmediatamente un haz se proyectó hacia ella y sus recuerdos se fusionaron. A medida que recordaba su vida nuevos haces se proyectaban en los presentes haciéndole partícipe de sus sentimientos, sus recuerdos, sus…
Era extraño, esta vez la esencia no había salido del moribundo, sino que atravesó rápidamente la pared y se situó a los pies de la cama, junto a él. Al principio no aparecieron los usuales haces de luz, pero poco a poco se fueron manifestando de una forma muy intensa, más de lo normal. Eran muy fuertes y se temió lo peor, quedaba poco tiempo para que apareciera la luz y debía cruzarla, si no, se quedaría atrapado aquí. Empezó a concentrarse.
Sintió como una gran luz inundaba la estancia, era intensa y cálida. Pero no había terminado; quedaban tantas cosas por recordar, tantas personas por reconocer, quería quedarse allí con ellos, recuperando el tiempo perdido.
La luz ya había llegado, pero nuevos haces de luz se proyectaban continuamente al interior y al exterior de la sala. Estaba mal, muy mal y la luz no esperaría mucho tiempo. Desde ella recibió nuevas energías, otras entidades le estaban ayudando.
Súbitamente su espíritu adquirió una fuerza y una voluntad renovadas. Sintió que debía abandonar este lugar e ir a otro diferente, distinto. Allí recordaría sus experiencias y las compartiría con los seres queridos que le precedieron, sus abuelos, Carlos y otros tantos. La esperanza inundó su ser y finalmente se dirigió hacia la luz para fusionarse con ella, encontrando finalmente la paz.
Había estado a punto de perderlo. Sus haces eran muy intensos y había tenido que transmitirle más voluntad y esperanza de lo habitual. Estaba agotado pero satisfecho. Sintió de nuevo la sensación. Otra vez, otro más, sin descanso. ¿Por qué no había luz para él?

Portada de la publicación Tánger, Tánger

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