Leopoldo Ceballos
del Castillo

Leopoldo Ceballos López

La culpa es de la ensalada - A veces le da a mi sombrero

A veces le da a mi sombrero por pensar cosas extrañas; es un sombrero calentito, y los días de invierno me puede el frio y me lo pongo. Cuando salgo a la calle y lo llevo puesto pienso en cosas horribles, pero luego pienso que sería incapaz de hacerlas.
Ayer mismo, cruzando el paso de cebra que hay delante de la zapatería, vi a una familia feliz que paseaba a un perro. Debía de ser un chucho porque no se parecía a ninguna “marca” de perros conocida. Yo llevaba puesto mi sombrero y pensé. ¡Ojalá les atropellaran a todos ahora mismo! Rápidamente me arrepentí de ese pensamiento, pero enseguida surgieron más de mi cabeza. Pensé en arrancar al chucho de los arropos familiares, llevármelo a algún frio rincón y despedazarlo lentamente con un cuchillo bien afilado. También pensé en seguirles a casa, entrar rápidamente tras ellos y someter a la familia a crueles torturas. - ¡Estoy loco! ¡No sería capaz de hacerlo! ¿Cómo puedo siquiera pensar eso? Los pensamientos se sucedían y no podía controlarlos. Surgían nuevas atrocidades que enseguida eran aplacadas.
Pensé en el chico que sujetaba la correa del perro. Era un chaval de no más de 12 años, tenía el pelo castaño y llevaba una camisa que le quedaba muy grande. Pensé en lo vulnerables que son los chicos y en lo que cualquiera que amenazara a su familia podría obligarles a hacer. Me imaginé siendo ese cualquiera, obligándole a realizar actos que atormentarían su alma para siempre. Los imaginaba con todo lujo de detalles. - ¡Nunca, jamás haría tal cosa! Pensaba a continuación. El pensamiento seguía ahí, en mi cabeza, atormentándome.
Perturbado y muy afectado corrí hasta casa. Cuando llegué me quité el sombrero y lo lancé bruscamente contra el sofá. Una corriente de pensamientos frescos inundó mi mente. Eran pensamientos puros, que aliviaban toda la tensión que sufrí viendo a la familia. - ¡Maldito sombrero!
Al día siguiente, salí de casa con una vieja gorra que encontré en el armario. Hacía frio, pero aun así, no volvería a llevar ese maldito sombrero. Una anciana que vivía dos portales más abajo y que me conocía desde hace años se cruzó conmigo, saludándome cortésmente. La observé detenidamente y los horribles pensamientos no surgieron. Me quedé quieto, y una sonrisa inundó mi rostro mientras la veía alejarse. - ¡Qué alivio!
La comencé a seguir desde lejos, tímidamente. ¡Jamás volverá a comprar pan! Pensé mientras sonreía e imaginaba la mejor forma de entrar en su casa y cien formas de torturarla. Ahora sin el sombrero era libre de llevar a cabo mis planes.

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